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Sociólogo. Profesor e investigador de la Universidad de Buenos Aires. Co director del Grupo de Trabajo Interdisciplinario «Derechos Sociales y Políticas Públicas»
El proyecto oficial de Pobreza Cero carece de una definición política sobre la gestión social de las grandes áreas metropolitanas argentinas. Lugar de concentración absoluta de las mayores privaciones materiales y habitacionales de la población, de enormes fracturas entre los grupos sociales y también de la actuación de las mayores redes del crimen organizado, la tradicional división de responsabilidades entre el gobierno nacional y las provincias no ha sido suficiente para enfrentar un asunto de larga data y tamaña relevancia. Para decirlo rápidamente: el gobierno nacional debe ser capaz de conducir una matriz de intervención articulando las esferas sectoriales de actuación propia y la de los gobiernos subnacionales. Cuenta con un potente sistema de seguridad social que transfiere dinero a los hogares con niños y adultos mayores, con la potencial rectoría de los sistemas de salud y de educación en manos de las provincias, con la capacidad de producción de infraestructura y de viviendas sociales, y con diferentes instrumentos fiscales. No es poca cosa.
¿Cómo atender en una vasta aglomeración urbana el fracaso escolar, el déficit habitacional, el aseguramiento de la atención a la salud, la seguridad alimentaria, la generación de ingresos, el acceso a transporte y la garantía de un ambiente saludable mediante un sistema federal poco cooperativo? ¿Cómo enfrentar el orden clandestino del cual se sirven las redes de tráfico ilegal de mercancías y personas en los suburbios y los “guetos” de las grandes ciudades? Una nueva lógica de intervención estatal se impone, trascendiendo las responsabilidades de cada jurisdicción a partir de la necesaria construcción de objetivos renovados y mejor alineados desde el gobierno nacional.
A mediados de los años setenta entró en crisis el régimen social de acumulación sustitutivo alterando la estructura de los riesgos sociales en especial aquellos vinculados con el mercado de trabajo. Los polos industriales (área metropolitana Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe) se convirtieron en expulsores de empleo industrial debido a la desaparición y al traslado de establecimientos fabriles hacia otras regiones. En los años noventa se profundizó dicho proceso. Un cementerio de fábricas y de pequeños comercios se dibujaba mientras se expandían hipermercados, shoppings y salas de juegos de azar, junto con la toma de tierras, las viviendas precarias, la precarización e informalidad laboral y la consolidación de los barrios de relegación. La alteración del tejido industrial tuvo efectos negativos para las condiciones de vida de las clases populares a la vez que los sectores acomodados se aislaban con la producción de sus urbanizaciones privadas. La recuperación económica de la postconvertibilidad no modificó el cuadro pese a las mejoras en términos de empleo y de ingresos laborales y no laborales.
Casi el 50% de la población urbana se asienta en el AMBA (incluyendo La Plata), el Gran Rosario y el Gran Córdoba, esto es, unos 15 millones de personas. Los valores alcanzados por los indicadores sociales a nivel nacional, en cualquier dimensión significativa, dependen del rendimiento de esas áreas.
Los ocupados en el sector industrial del AMBA representan algo menos del 20% de los asalariados cuando alcanzaban al 46% en 1974: tamaña transformación dejó sus huellas en el archipiélago urbano en que se convirtió el Gran Buenos Aires. Rosario pasó de ser un dinámico polo industrial a una ciudad plagada de barrios degradados: la población habitante en villas se incrementó progresivamente cobijando no sólo a los típicos migrantes rurales sino a los sectores sociales afectados por la movilidad social descendente. Córdoba, entonces sede de una pujante clase obrera (la “Turín latinoamericana” que reseñaba José María Aricó) hoy materializa una urbanización segregada a partir de sus nuevos “barrios ciudad” producto de la relocalización de las villas. Si bien los procesos urbanos en esos aglomerados tienen rasgos específicos y particulares, se destaca la ausencia de su problematización como un asunto federal de la política social.
La dimensión metropolitana plantea desajustes y conflictos entre las competencias administrativas, la legitimidad electoral y las realidades urbanas, entre los procesos político institucionales y la vida cotidiana, entre lo inter jurisdiccional y lo intra jurisdisccional. Es un punto ciego de la gestión política, dado que las responsabilidades y competencias tienden a fragmentarse en un conjunto de agencias débilmente articuladas. La “gubernamentalidad metropolitana” es parcial y parcelada, y la ausencia de voluntad política por privilegiarla como totalidad es su principal característica.
Argentina es una federación, política y administrativamente descentralizada, pero con una alta concentración geográfica de sus recursos productivos y de su población. La gestión territorial del bienestar en las grandes aglomeraciones urbanas requiere de imaginación política y cooperación institucional. Así como hubo inteligencia en idear el Plan Belgrano para coordinar acciones hacia la región más postergada del país, urge una agenda metropolitana federal.
La recuperación económica no es suficiente. No hay un horizonte posible de “Pobreza Cero” sin una reflexión informada y comprometida sobre la distribución del bienestar en las áreas metropolitanas.
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